De CAZA por las Cuatro Estaciones

Libro De CAZA por las Cuatro Estaciones

Del Relato "El corzo del glaciar"  (página 28)


...Echamos el día caminando por sus cumbres y empinadas laderas regresando al anochecer de nuevo a reponer fuerzas sin haber conseguido nuestro objetivo de cazar el corzo pero con la mochila repleta de ilusión, tras haber disfrutado la montaña intensamente. La oportunidad de recorrer estos bellos parajes en compañía de un experto guía y contar con un permiso de caza para tres días de esta esquiva especie te mantiene feliz y con la moral a tope para disfrutar un lance a la altura de todo lo que te rodea: montañas, profundos valles, rincones por los que el tiempo parece haberse detenido… y en los que en otro tiempo era habitual quedarse varios días e incluso semanas aislados por las nevadas.

Antes de amanecer ya estábamos a buena altura para comenzar a echar los prismáticos y otear todo el glaciar que nos rodeaba desde la falda del Pico Mustallar. Con sus casi 2.000 metros es la cumbre más alta de esta zona de los Ancares Lucenses. Estuvimos largo rato inmóviles, entre brezos y muy abrigados, como si estuviéramos en invierno, con guantes, bragas, tres capas de ropa, calcetines gruesos y botas bien apretadas. La niebla jugaba con nosotros a escondernos y a descubrirnos las montañas en aquel entorno mágico en el que los primeros rayos de sol le daban al glaciar un aire misterioso y poderoso a la vez, magnificando tamaños y distancias.  

Vimos alguna corza, varios ejemplares jóvenes y, en la cima opuesta, recortadas sobre el azul del cielo, la inconfundible silueta de los rebecos. Dueños y señores de las alturas, paciendo en León o Lugo, a su antojo, sin limitación –afortunadamente- de vallas o barreras que se lo puedan impedir. ¡Qué momento!, es imposible sentirse más afortunado. Mi hermano se encarga de las fotografías con más acierto que yo y me permite disfrutar más aún de cuanto nos rodea sin distracción alguna. Andrés señala uno de los pasos fijos que el lobo tiene para cruzar el valle y nuestros ojos se abren de par en par en su búsqueda, intentando ver lo que quizás está ahí y no hemos sido capaces de localizar; pero no, hoy no hay suerte.

La mañana se va y tras comer en la misma fuente que brota en el centro del valle, cogemos de nuevo las mochilas y el rifle para salir en búsqueda del duende.

Andrés tiene localizado un ejemplar que nos puede valer y para entrarle hay que tomar ruta por el oeste, ascendiendo hasta la cuerda que nos lleva, sin coronar, hacia el interior del glaciar pero desde arriba. Luego hay que descender e intentar coger al corzo desde un punto más alto del que él se encuentra. Está metido entre dos escalones enormes de forma que le cubren bien las espaldas y le permiten pacer con tranquilidad. ¡Cómo saben el terreno que pisan! No hay otra opción que la que Andrés plantea, cualquier otro movimiento de aproximación el corzo nos localizará antes de tenerle a tiro.

Comenzamos la ascensión y la mayor altura le da una perspectiva diferente al lugar. Ahora percibes mejor las distancias tan grandes que hay de un extremo al otro del glaciar. Al llegar a la cuerda nos tomamos un respiro antes de continuar en leve ascenso hasta el lugar elegido para el comienzo del último tramo a recechar. Caminamos por una de las trochas que los lobos recorren en estas montañas, casi siempre, por los mismos pasos. De nuevo nos detenemos para tomar aliento y hacer algunas fotos a las heces que ha dejado el cánido ¡como añoro poderlo contemplar!...


Del Relato "Cumpliendo un sueño: cazar en la RR de La Culebra"  (página 116)


...La noche se echaba encima mientras subíamos por otro cortafuegos, acabábamos de dejar atrás la espesa vegetación de la vega del río que nos hizo sudar más que la cuesta hasta llegar al coche, cuando la tarde, como decía, ya quedaba en el recuerdo.

A la mañana siguiente volvimos cerca del lugar y la berrea parecía floja pero sobre todo, lejana. Daba la impresión que el silencio que tenía el monte se podía deber a que los lobos habían estado por allí de caza. Esperamos sobre unos riscos el despertar del día y echamos los prismáticos para comprobar si había algún venado por allí. Un vareto berreaba de cuando en cuando sin demasiada convicción o flojito como temeroso de que algún buen ejemplar le pudiera pedir explicaciones. Para desgracia nuestra, ese ejemplar no quedaba a nuestro alcance, o mejor dicho, al de nuestros prismáticos. Lo que si pudimos ver fue ¡¡¡la manada de lobos!!!

Llegaron hasta unos peñoncetes no muy lejanos a poco más de cuatrocientos metros. Con sigilo, tapándonos entre los riscos que teníamos y, por supuesto, sin demora, apoyé el rifle sobre el gorro de lana que Delfino había dejado sobre la piedra más alta e inmóviles permanecimos en espera para ver qué acontecía. Los observaba a través de la mira telescópica en una posición forzada e incómoda pero es lo que había. Intentaba controlar los tiritones que, por el frío del amanecer, desde hacía rato me recorrían por todo el cuerpo pero sin conseguirlo. Por mi cabeza rondaba la idea de que en esas condiciones mal final le iba a dar al lance si la manada continuaba aproximándose pero no era capaz de quitármelo de encima. Me ocurre con frecuencia cuando coinciden la subida por la emoción con el frío del ambiente, para mí es un momento muy complicado. A mediodía, mientras comíamos, nos confesó Delfino a Rubén y al que suscribe, que veía el cañón moverse cuando yo miraba la manada por el visor temiendo que tuviera que disparar en aquellas condiciones.

¡Tenía en la cruz del visor al jefe de la manada!, el primero en llegar subido en lo alto de un pequeño peñón que sobresalía sobre el brezal. ¡Preciosa imagen!, soñada en infinidad de ocasiones que tuve la fortuna de hacer realidad. Había que esperar y ver porque estaba muy lejos. Iban saltando uno tras otro los lobos la risquera mientras el macho Alpha parecía hacer recuento desde lo alto. Yo conté cinco pero Delfino vio que eran siete los integrantes del grupo. Bajó del alto y se perdió entre el brezo junto al resto de la manada y cuando el tiempo transcurrido nos pareció excesivo sin verlos pasar por debajo nuestro empezamos a pensar que la ruta de aquel viaje no iba a ser la que les conducía hasta nosotros. Había una leve vaguada a pocos metros de donde los vimos y lo más probable era que la hubiesen tomado y junto a la maleza que el río bordeaba hubiesen seguido su camino sin llegar a verlos. Tras la frustración decidimos aguantar allí un rato más y, entre unas cosas y otras, el sol, que ya había salido, nos calentó las espaldas haciendo que los tiritones pasaron a ser cosa del recuerdo.

De nuevo aparecieron. Ahora en medio de un gran pastizal se iban descubriendo los lobos. Uno, dos, tres,… los siete. Quedaban lejos pero en el amarillo del fondo que ofrecía el pasto destacaba el pelaje pardo de los Canis. Los adultos merodeaban el pastizal olisqueándolo todo y los jóvenes se entregaban al juego, correteando unos tras otros, de un lado para otro. Así los vimos durante un rato mientras se alejaban, se internaban en el monte, desaparecían y volvían a aparecer al poco tiempo. Un corzo con sus ladridos alertaba de la presencia siempre ingrata del mayor predador de la Reserva mientras de cuatro saltos se quitaba de en medio. Mirando en aquella dirección acertamos a ver de forma fugaz, cruzando entre el monte por una trocha a uno de ellos. Con él se cerró la puerta de una mañana inolvidable.

Nos pusimos a caminar con el ánimo de salir de aquel terreno sembrado de lobos e intentar localizar algún venado que...

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Del Relato "Lágrimas monteras"  (página 197)



...Puesto nº 3 de la armada “Los forestales” (para que no se me olvide nunca).

He bebido el agua amarga de la fuente –pública- de los errores. No ha sido sólo, para mi desgracia, mojarme los labios, no. Ha sido todo un trago y además, bien grande. Me ha revuelto el estómago, me ha dolido la cabeza y lo peor de todo es que no me deja dormir.

¡Qué penitencia más grande!

No se lo deseo ni al mayor de mis amigos… ¿era así? O tal vez, ¿al mayor de mis enemigos? Quizás me esté liando porque no dejo de acordarme de mi mejor amigo, ese, que debe de estar revolcándose (no, por la baña no) por el suelo después de haberle dao yo en repetidas ocasiones, hasta poemas, por algún que otro fallo. Esta vez, ha querido el destino que me lo pueda devolver todo de golpe y en un solo día: 3 marranos y una zorra. ¡Pero qué cruel es el destino! Nunca antes había tenido un día tan penoso, ¡ni Dios lo vuelva a querer!

El cuerpo no reacciona y mi cabeza tampoco, ando medio embotao o mejor dicho, embotao del todo. Con el traguito dichoso, me metí pal cuerpo 1 pastillita de “Cochitron 3” (por los tres marranos que he marrao) y un sobrecito de “Raposón” (por la puta zorra que también se marchó) para ver si me aliviaba un poco y era capaz de entonarme y así ir olvidando este maldito episodio. He dejado pasar un par de días para intentar sacar ganas en relatar lo que llevo dentro que es mucho y muuuu negro.

¡Qué trago más amargo!

Tras llevar casi cuarenta años saliendo al campo con la ilusión de jugarme un buen lance con el marrano de nuestra vida, resulta que la Divina Providencia me lo pone a metro y medio y no soy capaz de otra cosa que largarle un tiro a tenazón sin ponerle en ningún aprieto siquiera. Y, como no venía con prisa, pues a darle más velocidad aún, para que saliera al cortadero y lo tomase como una carretera que le llevara a donde él quería llegar, que era la huida por el puesto nº 4 de la traviesa de “Forestales”. El primer tiro de mi express (no sé hoy por cuánto tiempo más y es que habrá que echarle las culpas a alguien) se lo largué, como he dicho, a través del matón de lentisco que tenía delante; esto hizo que el animal saliera del monte y me ofreciera su gran trasero y su hermoso par de cataplines… porque el animalito corría a lo largo del cortadero, cuesta abajo, buscando como decía, la fuga por el cuatro que junto al sopié cerraba la armada. No dudé, no me excité y con la tranquilidad y seguridad de echarlo abajo, le largué mi segundo expressazo para ver… queeee… seguía corriendo sin inmutarse siquiera, para asombro y desconsuelo mío. ¡No lo podía creer!, habría unos ocho metros, el cochinete debe pesar más de cien kilos y lo estaba viendo correr sin más munición en el rifle con la que corregir tan tamaño gazapo. ¡Increíble!, pero muy cierto.

Mi compañero de armada, al que antes de que el bicho hiciese aparición le recomendé por un par de veces que debía volver a su puesto y desenfundar de nuevo el arma aunque aquello ya se estaba acabando, se encontró con este inmejorable regalo, lo supo aceptar de buen agrado y lo aprovechó despachándolo con un buen tiro de escopeta que lo frenó en seco a poco más de un metro del borde mismo del cortadero.

¡Qué cochino! ¡Qué preciosidad de animal!

¡Qué fallo más grande, por Dios! ¡Vaya forma de cagarla!

Volví a mi puesto tras dar la enhorabuena a Pepe, ...

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